Queridas Lolitas,

Alguna vez se han encontrado sentadas por ahí, o volviendo a la casa después de una rumba o quizás, y peor aún, un domingo en la hora del existencialismo y la pensadera preguntándose a sí mismas ¿qué onda con el amor?

Yo sí. Y voy a asumir que ustedes también. Más que nada para no pensar que soy yo la única víctima empedernida de esta dulce trampa, tendida por nosotros mismos, y en la que nos encanta caer, y caer, y caer.//Y tanto es así que después del último tropiezo me puse a pensar, ¿cómo vamos tú y yo querido amor? Si lleváramos la cuenta, ¿ganarías o sería mío el trofeo? ¿Hemos sido contrincantes justos, a la par y partiendo de cero los dos?

Y así empezó esto que yo llamo: crónicas de una amateur doctora corazón.

Cuando era una personita que apenas dejaba de creer en Santa Claus, mi idea del amor era bastante distinta a la que tengo hoy en día. Por ese entonces, yo era fan de los amores de muerte lenta, de banda sonora trágica, de finales felices, o bueno no, felices no, perfectos.

Luego todo evolucionó y empecé a dejar las Barbies para enfocarme más en los Ken, aunque fueran la versión mocosa que tenía en el colegio. Creyendo siempre en un amor implacable, que todo lo puede, que todo lo conquista, en ese amor eterno de toda la vida y hasta del más allá (nótese que por esa época se estrenaba Ghost).

Y así en ese estado de romanticismo absoluto, llegó a mí la agonía del mundo adolescente. Donde el drama era parte de mi dieta diaria y la misión de mi vida era sin duda encontrar al “único e irremplazable”. Porque claro, uno tenía un alma gemela y yo la había conocido a mis catorce años y nadie, ni Shakespeare, ni Cervantes, ni los mismísimos Beatles, habían vivido un amor como el mío.

Pero entonces, pasados los 16 y con permiso legal para ponerme detrás de un volante, llegó a mí como por arte de magia la idea de que yo ya sabía a lo que sabía el amor. Era impensable que el amor no se sufriera y se gozara solo en extremos, que una historia de amor no fuera cargada de drama y que uno le entregara el alma y el corazón al primero, porque sería más o menos, el único que importara.

Y de repente, crecí. Y la vida decidió darme el drama que tanto andaba buscando en mis primeros años, entendí que el amor está lejos de ser blanco o negro. Que es de un gris tan puro que ni Pantone sabría reconocerlo, de esos como color domingo por la tarde, porque así de jodidamente complicado es el inventito este al que nos dio por llamar amor.

Así fue como en la década de los veinte entendí que no solo no es de extremos, sino que tampoco es de absolutos. Desglosé la idea de “morirse por alguien” solo para darme cuenta que ni lingüísticamente, ni en la vida real, tiene mucho sentido. Y decidí dejar atrás todo el romanticismo que Disney me había enseñado y que yo con tanta atención había memorizado en el fondo de mi cerebro.

Me dediqué a entender que nadie es del todo malo, y peor aún, que yo tampoco era del todo buena. Que las cagadas eran de los dos, las responsabilidades también y sobre todo, que lo de ser felices, aunque propio, era cosa de ambos.

Por eso he ido dándome cuenta de que lo de creerme una gurú del amor, poco futuro tiene. Que enfrentados los aciertos versus los errores, el empate es desolador y que realmente ganar en este tema pasó a segundo plano, porque primero está siempre lo de no ser tocada y hundida.

Me di cuenta que el amor es más decisión que destino, más mío que tuyo, más nuestro que del viento. Más efímero que los segundos, más eterno que un lunes por la mañana, más triste que Neruda. El amor es eso de todo y nada, de poquito y mucho, de verdades imposibles, o a veces, de imposibles a secas.