El género de una lágrima

Escrito por Pablo Restrepo

ILUSTRADO POR DAVID GÓMEZ @DAVEGMZ10

— Los hombres no lloran ­—Dijo varias veces mi papá tras un regaño o ante el brote de una pequeña lágrima que asomaba a una emoción. De pequeño me lo creí, y ya después de grande (digo, lo que va), aunque sé muy bien que no es cierto, ese mandato se convirtió en una constante: difícilmente lloro ante el dolor —físico o emocional—. Y no, no lo digo con orgullo, sino como quién confiesa una pequeña discapacidad que lo avergüenza. Cuántas veces he querido, como todos, dejar que las lágrimas sean un bálsamo que laven tristezas y traigan consigo el sueño largo y plácido que hay después del llanto. Pero no, “tan machito”.

A pesar de todo, la cosa no estuvo tan mal. Se compensó de cierta forma. Crecí rodeado de mujeres: una bisabuela, dos abuelas, diez tías, siete primas y mi mamá. A todas ellas las vi llorar en mayor o menor medida por diferentes razones.

Tengo, por ejemplo, ciertos recuerdos de cómo algunas se sincronizaban para lagrimear con las películas que veían juntas, o ante la historia que contaba otra. Sin pena, complejos o temor, mostrando su sintonía con lo que miraban y oían, y las emociones que con ello venían. Esto también caló en mí: lloro muy fácilmente con el cine y los libros.

Con ellas fui descubriendo que es más valiente (y sano, además) quién encara y trata de dar sentido a las emociones, que quién simplemente frunce el seño para sufrir en sordina simulando valor.

Que las lágrimas tengan género, es solo un pequeño ejemplo de las muchas sutilezas que está compuesto nuestro machismo. Y de cuántas más.

Puedo estar exagerando, pero ¿todo esto no les parece agresivo? Porque no se dice “Los hombre no lloran” como un simple sesgo a la emocionalidad, sino también situando a quiénes lo hacen, las mujeres, como seres inferiores. Más débiles, al menos. Y son estos pequeños actos hostiles los que desde la base configuran la gran violencia a la que todos los días se ven enfrentadas ellas, y de la que hacemos parte cuando acolitamos conductas similares.

Además de haber crecido entre mujeres, más adelante, me he rodeado mayormente por ellas. Cuento con pocos amigos hombres. En cambio, me cupo en suerte tener cerca toda clase de chicas: todas ellas inteligentes, todas ellas talentosas, todas ellas sensibles, todas ellas con una fuerza y determinación admirables; todas ellas dueñas de gran parte de mi gratitud y respeto por lo que me han enseñado con su amistad y amor. También mi novia encarna todo eso que admiro exponencialmente y lo lleva siempre a un nuevo nivel con lo que hace y defiende.

Me lleno de tristeza, entonces, al hacer un inventario de las veces que he aportado combustible a ese incendio de violencia en sus contras de manera indirecta: porque en algún momento dejé que llamaran fácil a una mujer por cambiar rápidamente de pareja y, permitiéndolo, es como si se lo hubiera dicho a mis amigas que también lo han hecho; porque las veces que he callado ante comentarios misóginos en los que se liga la presencia de una mujer con gastos ostentosos para procurar su diversión, estoy avalando que vean la felicidad de mis primas como una transacción; porque cuando he sonreído ante los piropos que les dan en la calle, estoy permitiendo que vulneren la intimidad y seguridad de mis tías; porque cuando he dejado que pase inadvertida la idea de que “eso es solo para hombres”, estoy insultando la fuerza e inteligencia de mis abuelas; porque dejar que se tilde de alborotadas a las que gozan de su feminidad, es desconocer la libertad y el mensaje que abandera mi novia; porque escuchar que llamen putas a las que disfrutan de su sexualidad, y no hacer nada, es castrarlas a todas; porque dejar que se hable mal de una madre joven y soltera, es atentar contra la integridad de la mujer de 28 años que me trajo a este mundo con la única certeza de darme todo el amor posible; porque tan solo una, son todas ellas. Porque dejar que sobreviva la frase “Los hombres no lloran”, es permitir un mundo de niños indolentes que no son capaces de derramar una lagrima ante toda esta mierda que les toca vivir a las mujeres por el simple hecho de no tener un pene.

Disculpas. Les ofrezco sinceras disculpas, porque se nos olvida que los asesinatos, violaciones y torturas que vemos todos lo días en medios, contra las mujeres, no son más que una suma de todas esas pequeñas violencias que dejamos colar entre las rendijas de lo cotidiano, y que sutilezas como el género de una lágrima, también podrían salvar vidas.