,

Frenemies: cómo hice las paces con mi soledad

Escrito por Ana Barros

Siendo la hija única de una mamá soltera, al menos durante mis primeros 7 años, la soledad siempre fue el Justin Bieber de mi Selena Gómez: mi relación tóxica adolescente favorita.

Estar sola siempre me había parecido un karma peor que el de Jennifer Aniston y Brad Pitt, por eso inventaba miles de excusas para rodearme de personas que entraban y salían de mi vida como actores de teatro: nunca coincidían entre sí, nunca permanecían del todo y a mí me parecía normal establecer vínculos que nunca fueron lo suficientemente sólidos, porque ser mi propia mejor amiga siempre me pareció una idea lejana y – para qué decirnos mentiras – un poco, muy, peye.

Y es que cuando una va creciendo parece ser más importante construir relaciones con todo el mundo menos con una misma, porque sin novio o sin amigas lo único que nos sobra somos nosotras. Y, por alguna razón, le tenemos pánico a mirarnos al espejo y hacernos compañía los viernes por la noche. Al menos así lo pensé y sentí durante años.

Nunca entendí bien por qué tenía que aplicar el “be your own hero” hasta el día que llegué a mi casa llorando y mi única compañía fueron una lata de coca cola light, una lasaña de pollo y la tercera – o cuarta – temporada de Pretty Little Liars. Ahí entendí por primera vez que cuando estaba sola no necesariamente estaba abandonada o perdida: estaba más acompañada que en alguna fiesta, reunión o cualquier situación que implicara estar junto a otras personas.

Poco a poco fui aceptando que estar sola no era un castigo pero sí una demostración de amor; algo así como cuando estamos curioseando en nuestra tienda online favorita y nos compramos un regalo porque nos lo merecemos, lo necesitamos y, ¿por qué no?, porque se nos dió la gana. Sin embargo, como la vida no es una película romántica para quinceañeras donde 10 años pasan en 10 minutos y cuando abrimos los ojos ya somos estas mujeres maduras que son como Einstein y lo entienden todo, siempre volvía a mi toxic trait: dejaba de amarme y sentir que era suficiente, para necesitar la compañía de personas que ni siquiera estaba segura si me querían (o yo a ellas).

Como Jelena y Zanessa, mi relación con la soledad se volvió un vaivén interminable, tanto que parecía un yoyo: ya no tenía control sobre cómo me sentía conmigo misma y en dado momento empecé a odiarme. Me odié porque no podía pasar media hora sola sin sentir que así sería el resto de mi vida, me odié porque le exigía a los demás un amor que no era capaz de darme a mí misma; y si no me amaba ¿por qué tendría la autoridad moral de pedirle a otros que lo hagan? En fin, la hipocresía.

A medida que pasaban los años, más sola me sentía y llegué a ese punto de quiebre al que todas hemos llegado en nuestras relaciones tóxicas: me dije que ya no más. Me senté frente al espejo y fui my own hero cuando me sequé las lágrimas, me obligué a darme una ducha para poderme peinar y maquillar, pedí una pizza y puse ‘La Propuesta’ en Netflix; en pocas palabras hice lo que haría una con el tipo que le gusta: me invité a hacer algo que me gustara y me consentí como hacía mucho debí haberme consentido. “And that’s how Regina George died”, diría Cady Heron.

A partir de entonces empecé a dejar atrás mis ganas de encajar en todas partes, mi afán por ser amiga de todos – cuando en realidad era compañerita de todos, amiga de nadie – y mi mala costumbre de no valorar el amor de quienes siempre fueron reales, por querer el amor de quienes pensé que deberían amarme solo por compartir algo tan pequeño como estar en la misma carrera. Empecé a cantar en la ducha y a sentirme como Sharpay Evans cuando canta Fabulous frente a la piscina del Lava Springs. Entendí que amarme a mí misma debería ser mi mayor prioridad y no mi mayor miedo.

Y ahí es cuando nos damos cuenta que crecimos y realmente somos la lolita empoderada que todavía puede tenerle miedo a muchas cosas, pero su propia compañía ya no es una de ellas. Obviamente una cosa no anula la otra: no dejo de ser una niña que ama que la arrunchen, ni tampoco la amiga que arma los planes y pone su casa para que echemos chisme hasta las 3am. I’m just a girl que aprendió que los límites son sanos y es necesario parcharse su propia compañía para poder disfrutar a los demás.

Porque al final todo es parte de crecer: dejar de creer que nuestro valor se mide por la cantidad de chats sin leer que tenemos en WhatsApp, elegir quedarnos en casa para hacernos un té e irnos a dormir temprano en vez de irnos a rumbear y renunciar a lo que nos hace mal, por muy apegadas que estemos a ello. Hagamos las paces con nosotras mismas y recordemos que siempre tendremos un hombro amigo cuando necesitemos llorar; el nuestro.

Dejemos a un lado esa idea que nos han vendido, como si estar solas fuera algo malo y aceptemos que no tenemos que ser como Serena Van Der Woodsen y si un poquito más como Julia Roberts en Eat, Pray, Love. Tomémonos un momento para ponernos la mano en el corazón y pidámonos perdón por todas las veces que aceptamos menos amor del que merecíamos por miedo a estar solas. Al fin y al cabo, si Katy Perry y Taylor Swift hicieron las paces y volvieron a ser amigas, nosotras podemos hacer lo mismo con nuestra soledad.