La venganza de las Lolas

Collage por Vainilla Collage

Esta no es la primera vez que lo pienso, ni creo que sea la última. Pero por si algún día se me olvida, lo dejaré por escrito para recordarme y de paso, a quien lo lea, que tal vez está viviendo los mejores días de su vida.

Llevo años cayendo en la trampa de creer que el pasado es mejor. Que en nada se comparan las navidades de antes con las de ahora, que las reuniones en familia eran únicas cuando estaba pequeña o que las salidas a bailar eran realmente excitantes cuando fingía tener la mayoría de edad.

Me he partido la cabeza pensando que nada volverá a ser como antes, elogiando lo que fue solo por ser pasado sin pensar realmente en lo vivido. Lo hago cada año, uno tras otro: una espiral eterna y viciosa, patética y pobre, que me hace verlo todo, ahora, como si fuese insuficiente y como si el pasado fuera extraordinario, magnificándolo, engañándome.

Hace unos días, en esos trances de nostalgia combinados con tontería, comencé a ver fotos viejas que he guardado en la nube y con cada una podía recordar y revivir, como una pesadilla, los dolores que estaba viviendo sin olvidar detalles. Recordaba las tristezas que cargaba sin importar qué tan feliz fuera ese momento. Aunque todo estuviera bien, algo me hacía sentir infeliz porque faltaba algo, porque podría haber sido mejor, porque no había salido como lo esperaba. 

Tal vez es uno de los peores males que padecemos los seres humanos: sentirnos insatisfechos porque nada es perfecto como podría haber sido. Estar cegados por lo que pudo ser pero que nunca es ni lo será ni lo fue. Nunca lo ha sido porque no existe, porque la idea de perfección es una antítesis de la realidad. 

Idealizamos la felicidad como una coincidencia de circunstancias arbitrarias, pero nada se le asemeja: todo es contradictorio, incomprensible, abrumador. Nada nunca será lo que esperamos porque la vida es una acumulación de hechos impredecibles. Y eso, amigos, es nuestro calvario porque ahí, precisamente, es donde se encuentra lo bello: en el oxímoron de la vida misma. Porque la belleza está en la paradoja, en la sorpresa y el desatino.

Vivimos con la sensación de que nadie ni nada es suficiente porque esperamos. Porque romantizamos la idea de que alguien algún día nos entienda tanto que nos lea a través de nuestros ojos. Romantizamos los errores para romantizar las enmiendas y los perdones. Romantizamos una pandemia para romantizar la libertad que nos era costumbre y rutina. Romantizamos la vida para creer que podría haber algo mejor, tal vez como el pasado: una disonancia cognitiva que nos distrae de vivir el presente, el ahora: de reconocer las infinitas posibilidades de sentirnos realmente felices sin necesitar nada más que nosotros mismos.

Creo que he tomado las peores decisiones de mi vida pensando que lo mejor sería esperar al momento perfecto, que no parecía ser lo indicado, que todo no estaba alineado para dar un sí, cuando realmente el presente es el momento perfecto. Porque el presente es la respuesta a todas nuestras preguntas aunque nos tome tiempo entender que los puntos se conectan y que somos como la naturaleza, cíclicos, y cada temporada hace parte de la travesía de vernos florecer. Porque nada vuelve a ser igual. Y el mejor momento es ahora.

Amaré este presente, con su soledad y silencio, con el tiempo generoso y el ocio, antes de que el aburrimiento me haga romantizar la libertad de no poder estar a solas conmigo.