Las flechas de cupido

Le llegó la época a Cupido, a ese que anda por ahí disparando flechas a lo loco. Al mismo ser místico que tanto los griegos como la cultura popular consideran el dueño y señor de juntar parejas. Ese que hace su papel de celestina a base de flecharnos caprichosamente en contra de nuestra voluntad y de nuestro destino.

Y por muy loco que parezca, a veces Cupido es la única explicación que yo encuentro para algunos amores. Porque mirando hacia atrás hay ciertas historias que solo tienen sentido si un loco estaba decidiendo por nosotros, si los dioses nos cegaron o si simplemente hubo algo que nos forzó a caer ahí. Especialmente si se trata de explicar esos amores que duelen, esos que son mortales, esos que son punzantes. Esos tan caprichosos que de verdad parecen diseñados por un hombre en pañales, hijo de una diosa egocéntrica, que tiene como único propósito en la vida armar alboroto porque sí.

¿Ustedes han visto cómo es que le disparan a uno con una flecha? No es lindo, ni fácil, ni tierno, ni todas esas cosas que dicen que debe ser el amor. Y es que cuando el amor es puro capricho, pura necesidad o pura ilusión parece más una batalla campal que un cuento de hadas. Es algo como un golpe inesperado con el que la persona cae al suelo, sin poder moverse, sin ser capaz siquiera de respirar, sin saber qué putas le pasó. Y sí, estoy llevándolo muy lejos, pero sin duda es un sentimiento parecido a darse cuenta que uno se enamoró sin querer, sin deber y sin pensar.

Porque en esos amores desmedidos, de muchas caídas y poca razón, lo único peor que el disparo, es la cura. Si algo duele más que el hecho de haber sido herida, es tener que sacarse la bendita flecha. Y suena ilógico porque desde afuera las cosas, siempre, están más claras, desde afuera todo es simple; para poder curarse, la flecha tiene que salir.

Pero de pronto ves a una persona pidiendo a gritos que por favor no la saquen, rogando o incluso suplicando, como encariñada, para que aplacen lo inaplazable. ¿Y todo por qué? Por miedo puro. Porque una vez se va la adrenalina, o en nuestro caso el enamoramiento, solo queda un miedo muy perro a sentir un dolor todavía peor.

Y es ese miedo el que muchas veces nos hace desear que todos estén equivocados. Que pase un milagro y que esa hijuep*ta flecha haya encontrado una manera de adaptarse a nuestro cuerpo. Que llegue alguien que diga que no hay que sacarla, que no nos toca enfrentar otra vez ese dolor, ese desgarro, esa ruptura. Que llegue alguien, quien sea, para que diga que todo pueda quedarse como está. Alguien que opine que con seguir respirando es suficiente, que si el corazón está latiendo no necesitamos nada más. Que exista algo, una forma cualquiera, de que esa flecha pueda quedarse con nosotros para siempre. Cueste lo que cueste.

Y todo empieza con el cerebro diciendo “ya me acostumbré a que esta flecha esté aquí, da igual que con ella no podamos pensar cómo queremos, es mejor que estar solas”. Con el pulmón diciendo “la flecha es querida, y sí, no nos deja respirar como antes, pero no es culpa de ella reprimirnos así”. O mejor aún, con una carótida susurrando un “ya no me acuerdo lo que es latir solo por mí, pero quizás si se va, ya no sabemos ser suficiente, quizás solas ya no seríamos capaces”.

Imagínense la escena, vuelvan a la misma película, misma flecha, misma protagonista. Una mujer atravesada de lado a lado ante una situación de vida o muerte y ella insiste en que por favor no la salven, no le quiten la flecha. Mejor aún, que ni se la critiquen, que no se metan en su vida, que ella sabrá qué es lo mejor para ella. Una mujer casándose con una flecha porque, ¿y si le duele más sacársela? ¿Y si ya se acostumbró a ese dolor? ¿Y si nadie la va a querer después? Una persona amarrada a algo que no funciona, por miedo al después. ¿Ridículo cierto? Pero pasa.

Y no seré yo la que diga que siempre me saqué las flechas, y menos que las evité. No lo hice. Cupido se encaprichó conmigo más de una vez y fueron muchos los momentos que pasé acostumbrándome a sus flechazos. Respirando pasito para que doliera menos, pensando en minúscula y entregándole a mis flechazos un amor que de verdad tendría que haber sido solamente mío.

Hasta que no tuve las excusas vencidas y los argumentos grises, no me di cuenta que sí, que duele mucho sacarse las flechas pero toca. Y sí, le toca a uno solo porque no le creemos a nadie cuando nos dicen el daño que nos hacen. Y sí, cada flecha hace daños, deja rasguños, cicatrices y heridas de guerra que siguen doliendo.

Y sí, cuando esas heridas empiezan a doler meses después nos cuestionamos si no habría sido mejor aguantar y habernos quedado con la flecha. Y sí, por muy por loco que suene durante unos instantes pensamos que quizás exageramos, que quizás al fin y al cabo, no era tan mala. Y sí, quizás no lo era, pero con flechas en el cuerpo uno no vive, a duras penas sobrevive.