Crecimos creyéndonos el cuento (lo peor es que todavía hay muchas personas que se lo creen) que el rosado es para niñas y el azul para niños; que preocuparse por la belleza es exclusivamente del sexo femenino y que el fútbol es para “machos”; que la mujer es la que cocina y el hombre el que trabaja. Así es como “deberían” ser las cosas, como “Dios manda” (no, en serio, ¿quién se inventó eso? estoy segura que ni Dios ni el universo tuvieron que ver con eso)

Hoy en día somos una prueba viviente de que a las niñas les queda divino el azul y que a los hombres que se atreven a llevar rosado, les luce y mucho (digo se atreven porque a pesar de estar en pleno 2018 hay personas que siguen sintiendo que no es lo “normal”).

Con el paso del tiempo nos hemos dado cuenta que muchos de los mejores chefs en el mundo son hombres, que en el medio empresarial cada vez crece más la población femenina y que, hoy en día, ver un “amo de casa” no es una cosa descabellada.

La vida nos ha mostrado que cuando las mujeres juegan fútbol son hasta más “berracas” que los hombres (si se caen y les sale sangre no hacen drama como si estuvieran en una obra de Shakespeare, así como los futbolistas famosos que insisto que hicieron un doctorado en actuación), y fuera de esto contamos con una palabra, aprobada por la RAE que antes no existía: METROSEXUAL, esa que nos muestra que el cuidado estético no solo es para las mujeres y homosexuales (porque esa es la otra que solían decir, que si se cuida tanto es gay ¿WTF?)

Pero a pesar de todo lo anterior, de ver como el mundo evoluciona y nos muestra que no existe tal cosa como tareas de hombres o tareas de mujeres, seguimos pensando (y me incluyo, porque yo también seguí con este pensamiento por mucho tiempo) que hay cosas exclusivas de los hombres como pegar un cuadro, desvarar un carro, usar el taladro, armar los muebles o cambiar un toma de corriente.

La vida me puso en una situación (me divorcié, no pienso dejar la duda) en la que tenía que decidir si acudir a esos servicios de señores en alquiler que te instalan todo (y que además cobran solamente por ir a hacer un diagnóstico, cuando ya sabes que solo quieres colgar unos cuadros) o:

A. Hacer la llamada a un amigo (así como en Quién Quiere Ser Millonario)

B. Aprender por mi misma (ya sabemos que esta es la que voy a escoger)

C. Volver con mi ex para que me ayude (mmm, no definitivamente esta no fue)

¡La B! ¡La B! Me quedo con la B y última palabra (finjamos sorpresa). La verdad es que por mi personalidad, soy más de resolver por mí misma, así que decidí ir por mi primer kit de herramientas. Nunca me había sentido tan perdida en la vida, porque hay gran variedad de taladros, destornilladores y esas cosas; y entonces si llevas un taladro tienes que conseguir las brocas que hay para madera, cemento, hierro. Y luego los chazos con la medida correcta y del material indicado según la superficie en la que los vayas a usar (es como un mundo con submundos y submunditos de esos submundos) y eso que estoy hablando solo de los taladros, así fue con cada una de las herramientas que compré.

Era un todo totalmente nuevo y, aunque no voy a decirles el número de paredes que dañé (porque ya se me olvidó), con decir que me tocó volver por estuco y otra vez aprender del maravilloso y amplio mundo y submundos de los estucos, todo queda claro: fueron muchas.

El caso es que entre prueba y error y error y error y error y error (no, esto no es una falla de redacción), me volví una experta del taladro, el martillo, el resane y la armada de muebles y tengo que admitir que me sentí poderosa, sentí que nada me queda grande, que no necesito de nadie para tener mi casa linda o arreglar lo que se dañe y empecé a decirle a todo el mundo que yo era el hombre de mi casa.

Pero después de repetir tanto ese chistecito, me pregunté: ¿por qué esas eran tareas de hombre? No son tan complicadas, no agreden la delicadeza femenina, no quitan mucho tiempo (bueno, hay unas que sí y sobretodo si se dañan muchas paredes) y no hay que tener un nivel de inteligencia superior; es algo básico que todos y todas deberíamos aprender.

Claro está, cuando tenemos un prince charming que se ofrece a hacer cualquier labor por nosotras en forma de ayuda, no hay por qué negarse porque dejarse consentir es lindo, pero no hay nada que nos haga sentir más poderosas que tener la capacidad de hacer algo por nosotras mismas cuando no hay tal prince charming.

Aprender a cambiar una llanta, saber la estructura de un motor de un carro así sea para llamar al mecánico y decirle que está fallando, ejercitarse para poder mover muebles medianamente pesados y saber usar un taladro o un destornillador, entre otras tareas, no nos hace menos mujeres ni menos delicadas, no nos convierte inmediatamente en una “machorra” porque son tareas de hombre; así como lavar platos, barrer, trapear y sacudir no son tareas exclusivamente de mujeres.

Tal vez no sea lo que más queremos aprender (¡ay sí, que dicha! Me voy a meter a clases para cambiar una llantas… Casi ninguna mujer nunca en la vida) son conocimientos básicos que sí deberíamos tener y que, créanme (se los juro por mi mamá y mi hijo de 4 patas), nos hace sentir invencibles, poderosas.

Es más, una idea de plan innovador es decirle al novio, al papá, al amigo o a la amiga, a alguien que sepa de estas cosas que les enseñe; es una forma diferente de pasar tiempo con alguien especial y una inversión de conocimiento y poder para situaciones futuras. We can do it.