Mi papá me enseñó a amar mis cicatrices

LAURA GONZÁLEZ

Alguna vez hubo un niño de un año al que le cayó una olla de agua hirviendo encima. Lo hospitalizaron y le vendaron su cuerpo, pero al quitarle las vendas su piel se venía pegada en ellas. Su mamá, en un ataque de inteligencia, tomó la decisión de llevarlo a los bomberos, y gracias a las jeringas de agua que le inyectaban entre las vendas y la piel, pudieron -casi milagrosamente- quitárselas sin mucho esfuerzo.

Pero el lado izquierdo de su cuerpo ya estaba herido y de esa herida quedó una cicatriz que ocupaba gran parte del lado superior, además de un “pedazo de piel sobrante” que le uniría su brazo al pecho y no le dejaría levantarlo completamente por el resto de su vida.

Pero solo duró hasta sus 20 años, cuando un estudiante de medicina se ofreció a quitárselo gratis y nuestro protagonista por fin sintió la libertad de levantar completamente su brazo, y ese día decidió que mostraría sin pena su cuerpo, su cicatriz y que viviría la vida sin ocultarse más detrás de una camiseta.

Este niño, que ahora tiene 65 años es mi papá y no podría recordarlo sin esa hermosa cicatriz que marca su cuerpo, que marcó su vida y que marcó la mía, porque gracias a esa historia que les acabo de contar, mis queridas Lolas, es que hoy veo cada una de mis cicatrices, sobre todo las del alma, como una lucha vencida.

Todas tenemos esa una cicatriz en común: la de la primera vacuna. La llevamos desde ese día y para siempre, y está ahí para acompañarnos y mostrarnos que la vida no es más que eso: momentos, algunos dolorosos, otros no tanto, pero que llegaron a su fin y dejaron su huella, una muy hermosa.

A mis 12 años sufrí una quemadura en el pie derecho que me dejó una pequeña marca de aproximadamente 2 cm. No puedo recordar ese día sin sentirme poderosa al saber que me cayó un plástico hirviendo encima del pie y no lloré. Me dolía muchísimo, pero solo me reía y saltaba en una pata tratando de controlar el dolor. Y digo poderosa porque desde pequeña sentía que no era necesario llorar por cosas “tontas” y me enorgullece saber que hasta ahora, soy una chica que sabe muy bien qué penas vale la pena luchar y cuáles llorar o lamentar.

No les voy a mentir, no tengo cicatrices muy evidentes pero sí las llevo adentro. La vida me ha enseñado a través de las de mi papá y me ha hecho entender que las marcas de mi cuerpo y mi ser son valiosas y no que no debo sentir vergüenza por ellas.

Lolitas, tuve una época en la que no me gustaban muchas cosas de mi cuerpo, sentía que debía ser perfecto, sin una estría, sin celulitis. Siempre tuve las lolas pequeñas y en algún momento quería que crecieran como las de mis amigas. Quería dejar de ser tan blanca y ser un poco más alta. Ahora, y después de comprender lo que realmente vale la pena gracias a mi papá, puedo decir que amo mi cuerpo, ¡amo las estrías y la celulitis de mis caderas porque significan que puedo dar vida, amo mis lolas pequeñas porque puedo andar sin bra cuando quiera, amo ser blanca porque me lucen todos los colores y amo ser bajita porque soy más abrazable!

Hoy escribo este texto en homenaje a ese hombre que me hizo amar mi cuerpo y sus defectos, y que me hizo entender que las cicatrices no son más que hermosas y valiosas historias por contar, que aunque sean dolorosas, ya tuvieron un final y ahora puedo recordarlas con amor, porque como dijo Piedad Bonnet en uno de sus poemas: No hay cicatriz, por brutal que parezca, que no encierre belleza. Una historia puntual se cuenta en ella, algún dolor. Pero también su fin…”

Así que hoy te invito a que ames las tuyas y a que las lleves “bien puestas” como tus lolas, porque gracias a ellas eres la mujer que eres, y nadie puede quitarte esas vivencias que te marcaron y que son tan tuyas y siempre lo serán. Yo lo aprendí de un hombre y eso me hace la mujer que soy.

Hoy, en el día del padre, celebro la existencia del mío y del tuyo, de los que están y de los que ya no, y celebro porque sus marcas nos sigan enseñando.