Un corazón roto no es excusa para no volver a amar
Si alguna vez te has acostado llorando hasta quedarte dormida, tratando de entender en qué momento se acabaron las cosas. Si te ha dolido todo el cuerpo, pero en realidad no puedes localizar con seguridad qué es lo que te duele. Y si te has quedado hasta altas horas de la noche en línea, esperando a ver si se conecta, entonces eres de las mías.
He tenido dos tusas en mi vida, una en la que pensé que me iba a morir pero no pasó y otra en la que sabía que no me iba a morir pero igual dolía.
Cuando mi primer amor no se dio como yo esperaba, tenía un dolor indescriptible dentro de mí. Estaba desesperada conmigo misma porque no sabía cómo lidiar con lo que estaba pasando. Quemé sus cartas, regalé par de cosas que me había dado y lo bloqueé sin pensar que, podía colarse entre sueños repetitivos en los que me decía que teníamos que hablar, arrancarlo de mi vida no iba a ser tan fácil como yo pensaba y que sanar no era un proceso lineal en el que hay una fecha de vencimiento para lo que uno está atravesando.
Me demoré mucho en decirle adiós, no solamente de palabra, sino de sentimiento y leía una frase en un libro (La princesa que creía en los cuentos de hadas) constantemente, con el ánimo de hacer más llevadero el dolor “es posible que tus sentimientos tarden un tiempo en ponerse al mismo nivel que tu conocimiento, pero sé paciente, cariño, ya llegará su momento.” Eran dos Alejandras que se debatían al tiempo. Sabía que no podía tenerlo en mi vida, que nuestras direcciones cada vez estaban más lejos, pero no era suficiente para dejar de quererlo. De recordar una y otra vez lo que había vivido con él, sobre todo lo bueno. Hasta que un día, después de pedirle mucho a Dios, trabajar en mí y dejar de resistirme al proceso, pasó.
Pero lo que siguió después de eso no fue muy bueno precisamente. Me cerré como una ostra con todo lo que tenía que ver con el amor. Le decía a todo el mundo que iba a ser la tía solterona que no iba a encontrar una pareja. Pensaba que nunca más me iba a volver a enamorar y me convertí en una fatalista que promulgaba que todo lo que empezaba tenía un final, tarde que temprano. Y así pasaron varios años entre relaciones que se fundieron rápidamente, primeras citas que no pasaban a una segunda, y épocas de soledad en las que no compartía con nadie.
Durante ese tiempo genuinamente no me abrí con ninguna persona, había un muro invisible que me llevaba a buscar personas con las que sabía que algo a largo plazo no podría darse. Y cuando empezaba a involucrarme más de la cuenta, entonces paraba las cosas porque no estaba ‘‘dispuesta a sufrir’’, porque sí, sentía que eventualmente mi corazón iba a pasar por otra decepción de nuevo. Así que el miedo se convirtió en mi escudero principal, y estar sola se convirtió en mi lugar seguro. A veces recordaba lo que me había costado desprenderme por completo de esa persona y de esa sensación, así que prefería utilizar mi mecanismo de defensa e irme a ver películas en mi casa los viernes en la noche.
En ese periodo extraño de mi vida, cuando me empezaba a estresar porque X no me contestaba, me alejaba. Cuando esperaba a que hubiera invitación que no llegaba de Y, me alejaba, y cuando me daba cuenta de la inversión emocional que podía llegar a hacer con Z, también me alejaba. Así, mis relaciones nunca se desarrollaron con profundidad hasta que llegó la persona que me llevaría a pasar mi segunda tusa.
Con él todo fue distinto. Empezó con una amistad que se fue desarrollando, y poco a poco fui bajando mis muros. Cediendo con él de la mano. Conociéndonos despacio sin prisa de llegar a un lugar con tiempo limitado. Él me tuvo la paciencia que yo todavía no me había dado hasta entonces. Pero me resistía a volver a enamorarme, porque mi creencia estaba completamente ligada a que las relaciones se acababan sí o sí eventualmente y eso implicaba que un corazón que nunca estuve segura, se reparó por completo, volviera a tener grietas.
Luego, después de muchas idas y venidas, me enamoré de él y entablamos una relación. Pero volvieron a hacer sus apariciones heridas que no sanaron y nunca me creí realmente que alguien me pudiera querer como él lo hizo. Mi cabeza maliciosa y desconfiada me repetía constantemente ‘‘no puede ser tan bueno’’, y naturalmente empecé a sabotear la relación. Hasta que hubo un momento en el que todo lo bueno empezó a difuminarse, y las peleas se convirtieron en un recuerdo recurrente. Como lo había predicho desde un inicio, mi relación se acabó.
El dolor volvió, esta vez de una forma distinta, un poco más madura y preparada, pero dolió mucho y durante varios meses. Sentía que nunca iba a encontrar a nadie como él y que auto-sabotear mi relación había sido la peor decisión de mi vida. Mi corazón se había roto de nuevo a la edad de 26 años. Pero como sucede cuando lo peor que uno espera que pase, pasa, respiré porque volvía a tener razón, y las relaciones, en su defecto, no duraban.
Me acobijé bajo las experiencias anteriores para volver a cerrarme. Pero el miedo nos impide ver toda la belleza que nos rodea. Lo que sucede, es que una vez atravesamos ciertas situaciones, almacenamos esas sensaciones incómodas y las llevamos a todos lados con nosotras si no decidimos sanarlas y después vivimos tanto tiempo con ellas, que nos acostumbramos erróneamente y se convierten en parte de nuestras creencias desconfiadas.
Amar es la experiencia más real que podemos experimentar. Porque no elegimos realmente de quién enamorarnos y nos trae las mejores sensaciones. Yo creo que es la experiencia más trascendental a la que podemos exponernos. Pero preferimos irnos a nuestro lugar seguro en el que nade nos hace daño porque no nos exponemos por completo.
Y así, decidimos entregar cada vez menos, porque cuando lo entregamos todo no se dieron los resultados que esperábamos. El miedo nos susurra cada vez que podemos vernos en situaciones parecidas a las que vivimos anteriormente, y sale nuestra versión asustada a defendernos con las garras, incluso antes de que pasa algo, porque no estamos dispuestas a atravesar lo mismo. Nos escondemos y preferimos entregar el amor en dosis más pequeñas. Porque tener una tusa es demasiado doloroso y los recuerdos pesan más de lo que a uno le gustaría.
Nos escondemos y preferimos entregar el amor en dosis más pequeñas. Porque tener una tusa es demasiado doloroso y los recuerdos pesan más de lo que a uno le gustaría.
Lo valientes que fuimos alguna vez con nuestro primer amor, se pierde para darle paso a la cobardía y la comodidad de no sufrir. Si no me invierto no sufro. Si no muestro todo lo que soy entonces no podrá ver todos mis defectos. Porque como dicen por ahí ‘‘el que se enamora pierde’’.
Yo creo que es en realidad la persona que no se enamora la que pierde, porque no experimenta lo que es compartir su vida con alguien. Reírse y tener un confidente al lado que la abrace y le diga que todo va a estar bien. Entender que en esta vida el tiempo que pasamos con alguien más, dure lo que tenga que durar, es un verdadero regalo de la vida.
El problema es que en medio de dejar de sentir el dolor no vivimos el proceso completo y utilizamos distintos mecanismos que nos hacen más ‘‘fuertes’’ cuando en realidad es todo lo contrario y nos debilitamos cuando nos protegemos con fuerza, de algo que deberíamos vivir con más entrega.
No permitirnos volver a amar, es un castigo horrible que nos hacemos cuando alguien nos hizo daño y decidimos cerrarnos. Cuando nosotras hicimos daño y creemos que no volver a tener una relación bonita, es la cuota que tenemos que pagar. Nos invalidamos a través del no. Impidiéndonos ser felices con alguien más.
Y es que como mencioné anteriormente, la sanación no es un proceso que se dé de forma lineal. Podemos hacerlo por medio de terapia, al lado de alguien más mientras esa persona nos enseña otras formas de amar. Con amigos, libros y podcasts. Viviendo día a día rodeada de personas que nos quieren y queremos. Pero tenemos que atravesarlo para volver a ser valientes y embarcarnos en un viaje en el que permitamos enamorarnos de nuevo.
El miedo hay que enfrentarlo y saber que cuando nos enamoramos es un salto al vacío que hacemos confiando en que las cosas pueden resultar de la mejor forma. Porque creo que vinimos a este mundo a sentir y a sentir bien, no a medias. Y es mejor vivir con el ‘‘lo intenté y no se dio’’ a vivir con una incertidumbre de lo que pudo ser.
Puede que la próxima persona que conozcamos sea La persona, como puede que tengamos que enamorarnos y desenamorarnos, una, dos, tres veces más. O puede que creamos que la hayamos conocido y el camino tenga otras vueltas para nosotras. La vida está ahí, llena de experiencias que debemos atravesar, porque para eso vinimos a este mundo se sentir y vivir lo que tengamos que vivir.
Yo, en carne propia, sé lo que es no poder sacarse a esa persona de la cabeza. Lamentarse meses por una pérdida. Llorar noches enteras hasta quedarme dormida. Sobre todo, sé lo que es cerrarse y ver el amor como este monstruo verde que en cualquier momento me va volver a lastimar, si dejo que se acerque mucho. Pero también he vivido en carne propia lo que es que una persona te haga sombra con sus brazos en medio de la playa porque no te puedes insolar, lo que es que te hagan cartas diciéndote lo mucho que te aman, estar al lado de alguien que te sostenga la mano mientras estás en un ataque de pánico y te diga que está contigo, acostarte en el pecho de esa persona confiando que, si todo no está bien, lo va a estar, porque lo tienes a él. Y solo por eso, se vale intentarlo.
Hay una técnica japonesa llamada Kinstugi, que viene de épocas ancestrales en las que los objetos rotos de cerámica son reparados con oro. Así, sus fracturas se hacen más visibles, pero el objeto no se desecha, se reconstruye para volverse otro más hermoso. Este arte está acompañado de la metáfora de la vida en el que las cicatrices no deben esconderse, porque demuestran que hemos vivido y que esas heridas se han podido superar, haciéndonos más fuerte. Las grietas de nuestro corazón roto, en vez de repararse con oro, se pueden reconstruir a través del amor. Dejar que con paciencia y empatía crezcan flores a través de estas heridas y poco a poco esos espacios que alguna vez estuvieron atravesados por el dolor, se reconstruyan armoniosamente cuando nos damos la oportunidad de enamorarnos de nuevo.
Cerrarnos, es cerrar el dolor y no dejarlo respirar. Murakami, uno de mis escritores favoritos, escribió en Tokio Blues, ‘‘hay dos tipos de personas: los que son capaces de abrir su corazón a los demás y los que no. Tú te encuentras entre los primeros. Puedes abrir tu corazón siempre y cuando quieras hacerlo. —¿Y qué sucede cuando lo abres? Reiko con el cigarrillo entre los labios, junto las palmas de las manos con aire divertido. —Que te curas— afirmó’’.
Así que la cura para el dolor está completamente ligada con abrirnos, con dejarnos ser y dejar ser lo que llegue para cada una de nosotras. Hay que dejarnos de excusas, porque siempre las vamos a encontrar y permitirnos ser merecedoras de un amor bonito, sano, correspondido y especial, que tarde que temprano llega, porque llega.
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