Nunca me fue bien en el colegio. No me gustaban las matemáticas, siempre terminaba peleando con la profesora de biología y de una forma u otra mi mamá siempre era citada por mi rendimiento académico porque, aunque me portaba bien y no causaba problemas, mis notas no hacían más que bajar.

Poco a poco todos terminaron por llegar a la conclusión de que simplemente no era buena. No sabía sumar –aún no lo sé hacer– ni se me daban las ecuaciones de física, no entendía cuál era la función de la mitocondria y no podía jugar voleibol sin romperme las gafas o darme en la cara más de lo que le daba al balón.

Y, queriéndolo poco pero sintiéndolo mucho, por una época creí que tenían razón porque… ¿cómo te explicas a ti misma que no tienes que tenerlo todo resuelto aún cuando el resto del mundo parece creer que sí? 

No me tomen a mal, mis Lolas, no culpo a mi yo de 13 años por intentar encajar tan desesperadamente; cuando pienso en ella siento ganas de abrazarla y abofetearla, porque no quiero robarle su inocencia ni romperle el corazón pero sé que sus intentos por ser la buena para algo terminarán por dejarla cansada y decepcionada.

Lo digo porque con 21 me di cuenta que nunca dejé de intentarlo. La buena abogada (spoiler alert: por ahí no fue), la buena practicante, la buena bailarina, la buena anfitriona, la buena nieta, y una infinidad de “la buena” que me hacían sentir asfixiada porque ser buena ya no me parecía suficiente: tenía que ser perfecta.

Y luego de verme en el espejo y no reconocerme, darme cuenta que ya no era capaz de mirarme con amor y sentir cómo se me quebraba la voz cada vez que me veía obligada a tomar una decisión, entendí que siempre quise ser la buena para los demás, pero nunca para mí.

Creo que por eso, cuando le dije a mi papá que quizás el derecho no era lo mío y su única respuesta fue “¿Y qué quieres tú?”; aún recuerdo el nudo en la garganta que tenía cuando no le respondí. Ahí entendí que estaba viviendo vidas que fueron mías en algún momento, pero habían quedado atrás.  

Porque no soy las veces que abandoné a quienes solía llamar amigos, las lágrimas manchadas en el cuaderno de química, la mirada decepcionada de mi mamá, las respuestas groseras al contestar el WhatsApp o tantos errores que cometí justo el día que cumplí los 15.

No soy las ocasiones en las que, por el afán de hacerlo todo bien, terminé equivocándome y no quiero ser esos momentos donde fui más cruel que Regina George solo porque creí que eso me haría mejor que otras niñas.

“Solo tengo que saber amar, perdonar(me), soñar, apasionarme, dejar atrás el afán y entender que soy la buena para ser.»

Creo que lo más difícil de crecer es entender que a veces, en historias ajenas o propias, nosotras también podemos ser la villana, y eso no necesariamente nos hace malas: nos recuerda que debemos aprender y equivocarnos para poder crecer.

Por eso me siento incapaz de juzgar a mi yo de 13 años. Porque, de cierta forma, la mayor villana de su vida fui yo misma. Le exigí perfección, cuidado y meticulosidad cuando lo único que realmente me debía era la eterna nostalgia de la adolescente enamorada (que, por fin, aprendí a adorar como un tesoro).

Y así, casi sin darme cuenta, descubrí por qué la vida parecía sentirse pesada: las etiquetas son demasiado pesadas como para llevarlas en el bolsillo trasero de esos jeans que desde hace años considero mis favoritos; y mi mayor error fue limitarme a ser lo que creía que los demás querían que fuera, lo que no me podía perdonar y el miedo a nunca ser suficiente para mi en vez de entender que en realidad soy las veces que abracé, reí, dije “te amo” sin arrepentirme, repetí El Diario de la Princesa, fui a terapia, amé la vida y me sentí como en una película romántica, justo en el momento donde suena una canción pop y la protagonista tiene una epifanía donde nos da a entender que nunca ha sido tan feliz.

Soy esos momentos dónde no vivo por el ayer ni por los demás y hago las paces con el hecho de que en realidad no necesito ser la que factoriza en tres segundos, se sabe toda la tabla periódica y nunca se equivoca.

Solo tengo que saber amar, perdonar(me), soñar, apasionarme, dejar atrás el afán y entender que soy la buena para ser. Con eso basta, y sobra.