Orgasmo femenino

Venirse, llegar o coronar. Correrse como dirían en mi actual ciudad, orgasmo según la RAE y clímax para los que quieran sonar más cultos. El caso es que yo no vine a conocer uno de esos hasta muchos años después de fingir el primero.

Me crié con una mamá más que dispuesta a hablar del tema y con un papá que claramente nunca querría sentarse a hablar conmigo de “eso”, pero que es mucho más tranquilo de lo que la gente creería. Así que no, mi entorno no fue uno de silencio, de “esas cosas no se hablan”, de hacerse el bobo con el tema y mucho menos tuve una educación en la que tocarse estaba mal, el sexo era lo peor o había que mantenerse pura y casta hasta el matrimonio.

Nada de esas cosas, mi familia era una familia normal. Con algún momento de complicidad con un chiste malpensado y muchos otros incómodos cuando aparecía una escena de sexo en una película. Así que, apartando la gran anécdota de la vez que mi mamá me preguntó si yo era, y cito, “sexualmente feliz”, fuimos siempre una familia muy normal frente al tema.

Pero aún así me crié pensando que era hasta cierto punto “normal” y uso otra vez esta palabra porque creo que es la que más me ha atormentado en la vida, que una mujer no llegara al orgasmo. Crecí pensando que eso de venirse era algo como un golpe de suerte, como una especie de lotería. Como que era normal que a veces, uno simplemente, no se viniera. Siempre tuve eso en la mente, desde que tengo recuerdo esa era una realidad aceptada para mí. ¿Y por qué no iba a serlo? Era todo lo que leía, oía y veía.

Estaba ahí en mis series de adolescencia, en las escenas en las que “lo hacían” hasta que él se viniera y fin, hasta ahí llegaba todo porque eso era lo que culminaba “hacer el amor”. Estaba en las películas, en la escena de amigas riéndose y aceptándose fingir orgasmos, como si fuese una complicidad, como si fuera algo “que simplemente era así”. Estaba en las revistas, en los estúpidos test y artículos que hablaban del sexo como si fuera un “deber” en el que solo nosotras teníamos que mejorar o entrenar para hacerlo bien. Estaba en los chistes, en las revistas, en el porno.

Estaba en todas partes. ¿Cómo no iba a crecer pensando que era algo normal? Que era algo para lo que uno era “bueno o malo”, como si fuera un deporte. Que era algo que empezaba de muchas de formas pero acababa solo en una, como si fuera una misión. O que era algo para lo que las mujeres simplemente éramos complicadas y por ende era entendible que no pasara, como si fuera justificable.  

Obviamente fui creciendo y entendí que era diferente. Ya no eran series en las que me basaba para entender el sexo, era la vida real. Eran mis historias, las de mis amigas, las de las amigas de mis amigas y hasta las enemigas de mis amigas. Las de los chismes que se habían vuelto mitos y las que uno ya sabía que eran mentira, pero aún así oía igual. En fin, era toda esa cháchara, pura y dura. Porque la mitad de esas historias nunca fueron verdad.

No fue verdad todo lo que mis amigas me dijeron y eso lo sé porque no fue verdad todo lo que yo les dije. No fue verdad la primera vez que le dije a mi novio que me había venido. Y no lo fue muchas veces después. No fue de verdad la sonrisita después de los “¿te gustó?”. Ni las veces que aseguré haberme sentido cómoda cuando en mi cerebro solo podía pensar “¿qué diablos está pasando?”.

Y sin embargo la pena, el susto de ser “mala”, el sentimiento de no ser tan chévere, de no lograr lo que otra gente lograba, de no ser como mis amigas, de compararme, de creer que solo me pasaba a mí o sencillamente de sentirme menos, me hizo decir mentiras, o como le dicen por ahí “fingir”. Fingir aquí, fingir allá, sentirme ridícula por estar fingiendo y aún así, volver a hacerlo un tiempo después porque “va a pensar que no me gusta”. O van a pensar que “pobrecita ella que no lo disfruta tanto como nosotras”. ¿Y tanto pretender para qué? Para satisfacer a adolescentes más confundidos que yo, para sentirme “más que”, “mejor qué,” para sentirme bien, para sentirme “normal”.

Después de mucho más tiempo, mucho más del que yo hubiera querido, frené y me di cuenta que yo no tenía por qué ser normal en nada y menos en eso. Me di cuenta que si alguien me preguntase qué me gustaba, yo no sabría responder. No podría decir esto sí, esto no, esto me hace falta, esto lo probaría alguna vez, esto nunca. Me pregunté cómo pretendía que alguien me hiciera sentir todo lo que yo creía de los orgasmos, (recordemos que hasta entonces los veía como un mágico momento mitológico que a veces me pasaba y a veces no), si ni siquiera yo sabía la combinación para invocar a semejante eminencia.

Por eso empecé a hablar, a leer, a querer, a quitarme el “¿será que soy muy rara?“, a decir ¿sí y qué?”, a perderme, a encontrarme, a preguntarle a mis amigas, a desmentirles las verdades y a asumirles mis mentiras. A entender por primera vez que el mundo de muchas, así como el mío, no era tan mágico como nos gustaba pintarlo. Y que llevaba mucho tiempo equivocada, porque había entendido que el sexo era algo que me pasaba, pero no que yo le pasara a él.

Y entonces decidí cambiarlo. Me dejé ser, me dejé preferir, me pregunté, me escuché y me hice caso. Aprendí a reírme de mí misma, a querer aprender, a no querer creérmelas todas y a entender que lo que yo era también valía. A perderle la pena a la bobada, a quitarle el misterio. A despedirme del que no se esforzara en ir más allá. A tener una cajita en el nochero, a decir la palabra vibrador en voz alta, a pedir, a probar, a conocer, a embarrarla. A tomarme los tragos que me tocaban en el jueguito de “yo nunca he” y a bajarle el volumen al “así debería ser” de todos los demás.

Me sentí santa y perra, boba y loca, aprendiz y experta, miedosa y fuerte. Me sentí todo eso y más, pero me sentí yo.

Esa yo a la que nunca había dejado salir del todo. Esa que a veces veo en una foto o en un gesto o en un momento. Esa que sabe cosas que a mí a veces se me olvidan. Esa que reconozco cuando me dejo ir. Esa que devuelve la mirada, que nunca pestañea y que no pregunta antes de sentir. Esa a la que a veces me parezco, esa que cada vez va pareciéndose más a mí.